En el fondo sabía
que este veranito iba a llegar a su fin. Nada es tan sencillo. Evidentemente
tengo un asunto mal resuelto con la religión, porque mi impulso es agarrármelas
con las divinidades que tengo a mano. Entonces puteo contra el san cayetano que
asoma tímidamente la nariz por arriba de la cortina de la puerta de entrada y
me dan ganas de arrancarlo y escupirlo y patearlo y pisotearlo. Recuerdo esas
encomendaciones a la virgen escritas a mano en el cuaderno impío lleno de
números y nombres propios y las detesto y de pronto me vuelvo una fervorosa
creyente de las fuerzas del mal y espero que esos ruegos caigan en saco roto o
peor: que se vuelvan en contra, que provoquen exactamente lo opuesto a lo que
piden. De algo estoy segura y me baso en sucesivos hechos a lo largo de mi
vida: ninguno de esos feligreses pacatos predica verdaderamente las virtudes
establecidas por su propio culto. Desconocen la piedad, la humildad, la
generosidad. Las aplican sólo cuando quieren si quieren. Es obvio que hoy no
quisieron. Quizás agarre una tiza de algún color pagano como el anaranjado y
pinte en una de las paredes que fueron blancas y hoy están medio grises una de
esas estrellas de invocación a lucifer y me despatarre de la risa mientras dejo
que los trazos tomen una forma pérfida que sin dudas provocará el espanto y el
horror de esos timoratos que odio con el alma. Me regocijo de sólo pensarlo. Y
que ni se les ocurra pedirme repintar las paredes: el gris con naranja les
queda muy bien.
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